A la mañana siguiente, me desperté al alba. Había dormido mal y poco, no porque hubiese pensado en Oscar, en su traición, en la cantidad de mensajes que me dejaba por día, ni en el divorcio que enfrentaria a mi regreso, ni en la decepción que causaría a mis padres, nada de eso; me atormentaba el extraño corredor solitario. ¿Por qué me había obsesionado con él? Analizándolo desde un punto de vista psicológico, resultaba probable que en él hubiese hallado una vía de escape a tanto dolor, una distracción agradable, o quizás una manera de vengarme.
Como fuese, me importaba un rábano. La Victoria prudente, que solo tenía ojos para su esposo, estaba vistiéndose para salir a correr por la playa con la clara intensión de encontrar a un extraño y darle conversación. No contaba con ropa adecuada, por lo que me puse unos pantalones de Sol. Me abrigue con un polar y una campera.
Inicié un trote ligero y encaré en dirección contraria a la que él traía el día anterior. El corazón se me desbocó al distinguir a lo lejos las figuras del corredor y de su perro. Me di cuenta de que me ensordecian mis propias pulsaciones. La boca se me secó y me palpitaba la garganta. Jamás en mis cuarenta y tres años había reaccionado de una manera tan desmesurada ante un hombre. Me sentí viva y exultante, y no siquiera sabía cómo era su rostro, podría ser feo como un murciélago. La situación era loca, patética, triste, pero me liberaba como nada lo había hecho en mi vida de precisión y previsión. "Técnicamente, seguis casada con Oscar", me recordó mi costado responsable. "¡A la mierda con Oscar!", le contestó una voz nueva.


Fragmento de la historia: Un mundo aparte.
Florencia Bonelli.

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